Hecho en México: Institute of Contemporary Art, Boston

 

La muestra del ICA, curada por Gilbert Vicario, reúne obra de veinte artistas tanto mexicanos como del extranjero. La mayoría realizó obra en o sobre algún aspecto de México, con la excepción del japonés Yasumasa Morimura, que no ha visitado el país pero realizó una serie de autorretratos travestido de Frida Kahlo. Su pieza, que está a la entrada del museo, parece  ajustarse a los viejos estereotipos del arte mexicano. Seduce al visitante que, de no prestar atención, se perderá de un elemento esencial: más que un homenaje a Frida ésta es una crítica de la comercialización de sus imágenes. Morimura trae puesto un collar de espinas, y, en vez de rebozo, un chal estampado con el logotipo de Louis Vuitton.

 

Uno de los hilos conductores de la exposición es que la  factura de muchas piezas se relaciona con las condiciones de producción en México en el contexto global. A varios de los artistas se les preguntó por lo que más les llamaba la atención de México, y en sus respuestas solieron enfatizar esto. La artista libanesa Mona Hatoum, por ejemplo,  hizo hincapié en el ingenio mexicano, en las soluciones preindustriales que los mexicanos dan a sus problemas. A pesar de que Hatoum celebra los aspectos positivos del atraso, una de sus piezas muestra una actitud crítica: La jaula mexicana reproduce a escala humana una de las jaulas de los pajaritos de la suerte, y es para ella, una metáfora del encierro que padecen las mujeres mexicanas en el espacio doméstico.

 

Las piezas de Melanie Smith exploran la posibilidad de hacer arte abstracto en el D.F., dada su sobrecargada realidad sociopolítica y económica. La solución a la disyuntiva, para ella, radica en la coexistencia y no en la integración. Sus pinturas aparecen junto a un par de videos que capturan el ámbito social en que fueron producidas, pero en sí mismas, no manifiestan sus huellas. Algo muy distinto sucede con las laberínticas piezas de Francis Alÿs, The Liar, The Copy of the Liar (cat. I) que incorporan el trabajo de los rotulistas en quienes se inspiró el artista en un principio. Las piezas ponen de manifiesto el denso entretejido de relaciones sociales que se da en la ciudad de México, y son congruentes con la perspectiva de Alÿs: para él sería imposible no reaccionar ante los estímulos de la ciudad, cuyas resistencias a la modernidad no dejan de asombrar.

 

Otro hilo temático tiene que ver con la presentación. La pieza Sombrero, de Terence Gower, fue también hecha por un rotulista a quien el artista pidió que copiara una caricatura del New Yorker. En ella, una mujer que está preparando una feria de artesanías le dice a otra que le gustaría que el sombrero que se mostrará pareciera haber sido puesto ahí “descuidadamente.” La pieza es un comentario a las nociones de “lo natural” y, en el contexto de la muestra, apunta a que la mexicanidad no es menos artificial que cualquier modelo adoptado.

 

Esto se relaciona con las fotos de Daniela Rossell de la serie Ricas y famosas, que han sido interpretadas en el exterior de una forma muy curiosa: los espectadores se empeñan en ver en ellas algo esencialmente mexicano. En su cédula incluso se menciona que ponen de manifiesto “el conflictuado sistema de castas eurocéntrico que todavía rige la posición social, económica, e intelectual de los mexicanos.” Fuera de lo desatinado de hablar de un “sistema de castas”, es paradójico proyectarle algo tan complejo a fotos que son una exploración de la superficie de las “ricas y famosas”. En cambio, la foto de Andreas Gurksy de un tiradero a las afueras del D.F. es presentada con mayor reticencia. Vicario señala cuidadosamente que la foto alude al problema de la basura a nivel mundial y no intenta señalar un aspecto negativo del país.

 

Lo más interestante de la muestra es lo que dice sobre la visión de México que tienen los extranjeros. La selección de artistas mexicanos por sí misma no es muy elocuente,  se podrían haber incluido otros. Vicario privilegió obra sobre la ciudad —como las fotos de rejas mexicanas en La belleza oculta de la propiedad ajena de Claudia Fernández o Límite, el modelo de la ciudad formado a base de palabras de Sebastián Romo—, así como aquella desafiante del “Mexican curious,” como Adentro/ Afuera (Superficie Modulada) de Damián Ortega. La obra de los artistas extranjeros articula con mayor claridad lo específico de hacer arte en México: pensemos en las acciones de Santiago Sierra, o en el corto de Anton Vidokle, Cambio, que hace patente el desfase entre el modelo utópico del edificio del Sistema del Transporte Colectivo en la estación Salto del Agua y su distópico entorno.

 

La video-instalación  Soldadera de Andrea Fraser muestra simultáneamente  a la artista representando a una campesina revolucionaria y a la influyente mecenas Frances Flynn Paine, de quien se rumora que convenció a Abby Aldrich Rockefeller de apoyar a Frida Kahlo, Diego Rivera y Tina Modotti. Fraser podría estar autocriticando el afán protagónico y la prepotencia de sus compatriotas estadounidenses, dado que lo único audible en los videos es un extracto de una carta que le escribió Paine a Rockefeller: “Mexican artists will cease to be red if we give them artistic recognition…”

 

Paine tuvo menos problema en aglutinar a los artistas mexicanos que ellos en identificarse como un grupo homogéneo. Algo similar ocurrió con la forma en que la crítica estadounidense recibió la exposición, quejándose de que el arte no pareciera suficientemente mexicano. Si uno buscara información sobre “Hecho en México” en la red, daría antes con sitios como el de la agencia Made in Mexico, Inc., que ayuda a corporaciones a establecer maquiladoras en México. El título de la exhibición inevitablemente  sugiere la amplia gama de productos del mercado internacional que sin ostentar ningún distintivo mexicano, fueron fabricados en las maquiladoras del país. Exigir que en este contexto se dé arte nacionalista es, por lo menos, un anacronismo.

 

Mónica de la Torre